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¿Participar en unos Juegos Olímpicos?, todo inicia como un sueño


Víctor Manuel Estrada Garibay fue el primer medallista olímpico de Taekwondo para nuestro país en Sydney 2000. Fue cuatro veces Campeón del Mundo.
Cuando gané la medalla de bronce no estaba consciente de lo que hacía. Al principio desprecié ese resultado, porque sentía que era indigno
(CNNMéxico) — Recuerdo que la primera vez que asistí a un torneo nacional de Taekwondo, en el gimnasio Juan de la Barrera, en la Ciudad de México, le dije a mi padre: “Yo quiero ser el que está peleando allá abajo”.

Lo dije mientras observaba a la gente y escuchaba la gritería y el entusiasmo que un muchacho, con el nombre de México pegado en el dobok —uniforme—, podía despertar.

Tenía 12 años y nada sabía del deporte de alto rendimiento, ni lo que representaba ser seleccionado nacional, pero a partir de ese día marqué el calendario de mi vida con una cita que tendría que cumplir en algún momento.

En ese entonces no había referencias del Taekwondo: no había participación olímpica y las figuras más conocidas de las artes marciales eran Bruce Lee y Jackie Chan, por sus participaciones en el cine, aunque en realidad no eran taekwondoínes. Incluso me molestaba mucho cuando acompañaba a mi madre al mercado y los marchantes me saludaban: "¿Y cómo está el karateca?", decían —el Karate no es lo mismo que el Taekwondo—.

Sin embargo, yo me sentía apasionado por este deporte al que mi madre me había obligado a entrar desde los cinco años, angustiada por lo latoso que era, pero con el paso del tiempo lo tomé como mi proyecto de vida.

Por supuesto que no fue un camino líneal. Atraído por las fiestas y mis amigos, hubo un momento en que pensé en abandonarlo, pero entonces fue mi padre quien hábilmente me puso un límite: "Hasta que consigas la cinta negra —el grado más alto en esa disciplina—", así que hice cuentas y calculé que en menos de un año estaría fuera del taekwondo, pero cuando llegué con mi padre con el cinto negro me aclaró: "cinta negra, pero adulto".

Además de su 'treta', mi padre se ofreció a inscribirse para entrenar y compartir conmigo las horas de práctica. Tengo el orgullo de compartirles que después se unieron al grupo mis dos hermanos, pero hace un par de años tuve el honor de entregarle su cinta negra a mi padre, después de ser su sinodal, y reconocí que cumplió cabalmente con la misma meta que me impuso siendo yo un niño.

A los 17 años viajé a Egipto para participar en mi primer campeonato Mundial. Era la época estelar de la saga de películas Rocky, así que me sentía Sylvester Stallone y salía con mi toalla en la cabeza, mientras escuchaba en mi walkman —nadie imaginaba entonces el iPod— la famosa canción The Eye of the Tiger (El ojo del tigre).

En ese torneo llegué hasta la final, en la que me enfrenté a un peleador local, queme dejó impresionado cuando su entrenador le puso el Corán en la cabeza y a gritos empezó a orar. Mi entrenador, viendo mi sorpresa, me ordenó que empezara a gritar mientras él me golpeaba el abdomen, así que cuando llegó el juez a llamarnos a la pelea, se nos quedó viendo con cara de "estos dos están loquitos". Nunca podré olvidar esa escena.

Aquella pelea la empaté, pero por decisión técnica, los jueces concedieron la victoria al peleador local. Solo después del fallo, mi entrenador me dijo que el egipcio venía de ser campeón del mundo de primera fuerza, mientras yo era apenas un juvenil que debutaba en un torneo internacional.

Esa revelación me hizo ver el resultado desde otra perspectiva. Si a los 17 años era capaz de empatar con el campeón del mundo y conseguir un subcampeonato, quería decir que aquello podría ser el principio de algo más importante.

Después de aquella experiencia gané cuatro campeonatos mundiales y me mantuve tres años invicto antes de llegar a mis primeros Juegos Olímpicos, en Sydney 2000.

Cuando gané la medalla de bronce no estaba consciente de lo que hacía. Al principio desprecié ese resultado, porque sentía que era indigno de mis aspiraciones.

Pero hoy, cuando escucho a competidores como la campeona olímpica María Espinoza, decir que mi medalla la inspiró para perseverar en nuestro deporte, o cuando los niños me dicen que quieren ser como Víctor Estrada, no me queda más que recordar las palabras de mi madre cuando me regañó por despreciar mi medalla de bronce: "Ay Víctor, algún día te darás cuenta de lo que hiciste".

Ahora lo sé. En mi opinión, Dios me escogió para ser la referencia que yo mismo nunca tuve.

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Víctor Manuel Estrada Garibay.

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